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martes, 15 de mayo de 2012
martes, 31 de enero de 2012
lunes, 5 de diciembre de 2011
jueves, 17 de noviembre de 2011
La Vida Útil o la vida es cine
viernes, 7 de octubre de 2011
La imagen en David Lynch. A walk on the wild side
Para Lynch, la expresión visual tiene que ver con una suerte de liberación de la subjetividad, es una ruptura con los parámetros racionales a los que estamos irremediablemente sometidos y, por lo tanto, la imagen se entiende como un espacio en el que las amarras de la realidad se sueltan completamente para irrumpir en otros universos ajenos a toda lógica.
Atendiendo a las palabras del propio Lynch en referencia a su proceso de creación artística, esta liberación de la subjetividad como motor creativo queda corroborada: “when I am in my painting, I’m not aware of what I’m doing. It is only after a sort of ‘get acquainted’ period that I see what I have been about”[1] Para Lynch, el proceso creativo de una pintura no difiere en esencia del propiamente cinematográfico: es el instinto el que impulsa el acto creativo convirtiendo la imagen en una suerte de ventana hacia otro mundo. La construcción de la imagen, por lo tanto, parte de un gesto artístico desembarazado de toda racionalización y, en consecuencia, el de Lynch es un lenguaje visual que desafía las fórmulas lingüísticas establecidas.
Si la imagen ya no se comprende únicamente como un medio para el relato, sino que también se concibe como un fin en sí mismo y a partir del cual el relato va tomando forma, el centro de la narración queda desdoblado: ya no se encuentra solamente en el discurso del relato, sino también en la imagen. En consecuencia, la historia narrada ya no debe regirse por una continuidad temporal y espacial ni tampoco causal: Lynch va más allá de estos principios narrativos y propone una narratividad fragmentaria y convulsiva como efecto lógico de esa esencia dúplice de la imagen. Esta reformulación de la narratividad responde a la necesidad de dar con un lenguaje propio en el que la expresión de lo irracional tenga cabida. Con ese fin, Lynch no puede sino deshacerse de unos códigos lingüísticos basados en la linealidad argumental y en la representatividad para emprender su propia rebelión narrativa, revolución que toma por bandera el caos discursivo y que intrínsicamente implica un replanteamiento, por un lado, del estatuto del espectador y, por otro lado, de la representatividad cinematográfica.
En efecto, esta anti-narratividad lynchiana pone de manifiesto el propio dispositivo del relato, es decir, desenmascara la verdadera naturaleza de lo contado: una historia, una farsa, una ficción puesto que ésta ya no se desarrolla bajo una plácida continuidad lineal que nos lleve a tomar por verdadero lo que en realidad es un engaño. La ruptura con los principios básicos de la narración imposibilita una recepción inmediata y homogénea de la misma y, por lo tanto, el núcleo de la experiencia cinematográfica, a saber, el proceso diegético queda truncado. No obstante, esto no imposibilita la construcción de un sentido referente al film, es decir, la interrupción de la diégesis no atenta contra el significado del relato, sino que, al contrario, lo convierte en un significado potencial. Efectivamente, el discurso narrado ya no es unilateral, hermético y absoluto, sino multilateral, poroso y relativo. Esta reconversión del sentido del relato implica necesariamente una reformulación del estatuto del espectador en tanto que éste se ve forzado a cerrar el sentido del film, a dotarlo de una posible inteligibilidad. Es en virtud de esta centralidad que ocupa el espectador en referencia a la construcción del significado que éste se relativiza: la inteligibilidad ya no viene impuesta por el film, sino que es atribuida por la individualidad, por el espectador.
En este aspecto, el concepto de juego de Gadamer es llevado a las últimas consecuencias por parte de Lynch. Gadamer sostiene que la experiencia estética es un juego en el que la demarcación entre sujeto (el creador y los receptores) y el objeto (la obra) queda totalmente superada. En el juego no importa quiénes sean los participantes ni cuáles sean las reglas del mismo: la esencia del juego es el ser jugado, el representar el juego y, por lo tanto, es la ineludible interacción entre el sujeto y la obra lo que constituye la verdadera naturaleza del juego. Tal es el planteamiento de la obra de Lynch: la interpelación entre el objeto y el sujeto es total. De hecho, sin una interacción absoluta entre la subjetividad y la obra no podría emerger sentido ninguno. Sin duda, este concepto de juego puede extenderse a la experiencia estética propiamente cinematográfica en general. No obstante, esta noción pierde fuelle en tanto que la imposición del sentido del relato impide que el espectador (el jugador) se implique activamente en la obra, que interactúe efectivamente con ésta. En cambio, en la filmografía de Lynch, la noción gadameriana de juego adquiere plena legitimidad puesto que sin esta interpelación entre obra y espectador, el sentido de ésa queda gravemente comprometido.
La concepción de la imagen en Lynch no sólo tiene consecuencias con respecto a la narratividad y, por extensión, con la experiencia receptiva, sino también con la representatividad. Esa imagen total que se ha mencionado previamente es una imagen abstracta, sensorial que, como tal, no pretende “re-presentar” nada, sino presentar en su inmediatez aquello que se muestra. Se trata de una visualización de aquello que no es susceptible de ser traducido en términos figurativos, como si Lynch nos invitase a suspender nuestra propia consciencia para poder sumergirnos de pleno en otra dimensión más sensorial e instintiva. Este imaginario de lo irracional, por lo tanto, rompe el esquema de representatividad cinematográfica porque ya no se concibe la imagen como un medio lingüístico, codificado, sino como pura potencialidad expresiva. Esta expresividad visual se encuentra presente en toda la filmografía de Lynch, no obstante, se advierte una clarísima radicalización a lo largo de su obra, llegando a concebir Inland Empire como una auténtica oda a la imagen absoluta.
Sin duda alguna, Lynch ha llegado a forjar un lenguaje que demuele los paradigmas estandarizados de un Hollywood que cuenta con los dedos de una mano las excepciones a un cine reiterativo y estéril. Ante tal panorama, es de agradecer que David Lynch siga siendo, y esperemos que por mucho tiempo, uno de esos enfants terribles.
[1] Martha P. Nochimson, The Passion of David Lynch: Wild At Heart in Hollywood. University of Texas Press, 1997. pág.27
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domingo, 22 de mayo de 2011
El espacio escondido
La definición del campo de sentido visible se concreta con la selección de la realidad mostrada en el encuadre, es decir, se manifiesta en una única dirección. El posicionamiento de la cámara irremediablemente compone la realidad visible al mismo tiempo que define la "realidad virtual", la realidad invisible como fruto de ese descarte selectivo de lo visible. Mientras que esta visibilidad se muestra unidireccionalmente, en tanto que se plasma a partir de lo que la cámara muestra en campo, la invisibilidad cuenta con múltiples espacios (hasta un máximo de seis), tantos como espacios descartados por la cámara. En consecuencia, para cada encuadre existe una multiplicidad de espacios que son potencialmente significantes.
Tal y como se apuntaba más arriba, el cine congrega dos elementos como centrales para con su esencia: la esfera narrativa y la esfera visual. Obviamente, estos ámbitos se encuentran indisolublemente unidos de tal modo que la narratividad emana del relato propiamente dicho pero también del discurso visual. Ambos generadores de la narración se interpelan y se condicionan mutuamente estando siempre al servicio de la generación de sentido. La relación de lo invisible con la narratividad se perfila bajo una doble vertiente: como elemento diegético de hecho o como elemento diegético descartado.
Si visualizamos un encuadre cualquiera, observamos que la imagen se somete al relato y, por lo tanto, la configuración del sentido viene impuesto por éste. Sin embargo, no olvidemos que en la selección de lo visible se descarta todo lo invisible y que éste contiene una potencialidad múltiple de significado. Esta posibilidad de sentido de lo invisible puede entenderse como un elemento más de la continuidad narrativa y, en consecuencia, se concibe como un factor que se somete al relato del mismo modo que lo visible. Si, por ejemplo, tenemos en cuenta una secuencia en la que se nos muestra un plano-contraplano vemos que lo invisible está virtualmente presente, el espectador presupone la existencia de lo que se encuentra fuera de campo y, así, se permite la continuidad narrativa del relato visual. En este sentido, la invisibilidad se entiende como elemento diegético integrado en el relato del mismo modo que la visibilidad. Otro ejemplo que da muestra de este uso de lo invisible lo encontramos en aquellos encuadres en los que deliberadamente se oculta algo al espectador. En este tipo de planos, lo visible se suspende pero se mantiene una continuidad narrativa gracias a la presencia del sonido. Así, el espectador es capaz de deducir lo que ocurre sin necesidad de que se le muestre. Podría pensarse que este tipo de ocultación deliberada de lo visible tiene que ver con un recurso de economía narrativa visual, sin embargo, no es tal la principal intención. La imposibilidad de visualizar lo que ocurre de facto hace que el espectador deba dibujar con su imaginación la imagen de lo que está teniendo lugar de acuerdo con lo que oye. De este modo, se logra una mayor intensidad, una mayor implicación del espectador y, por lo tanto, resulta ser un recurso sumamente efectivo por lo que a producción diegética se refiere. La célebre escena de Reservoir Dogs, de Quentin Tarantino, en la que Mr. Blonde tortura al agente Nash representa un claro ejemplo de dicha enfatización de la diégesis por parte del espectador. En efecto, en el momento en el que Mr. Blonde se dispone a cortarle la oreja al agente Nash, Tarantino aparta la cámara dejando en fuera de campo la consecución de esa brutalidad. Podría parecer que ese gesto vendría a aliviar al espectador, sin embargo, no hace más que acentuar su sensación de angustia, que vendrá reforzada en el momento en el que se muestra al torturador con la prueba irrefutable de la brutalidad: la oreja de Nash. Es evidente, pues, que Tarantino no pretende ahorrar el disgusto al espectador mediante el uso del fuera de campo, sino que, al contrario, quiere potenciarlo al máximo.
Tanto en el caso del campo-contracampo, como en el caso del uso deliberado del fuera de campo, el recurso de la ausencia se integra como un elemento narrativo requerido para con la continuidad del relato. En estos casos, el fuera de campo se encuentra al servicio de lo visible, determinando desde lo invisible el acontecimiento de los hechos relatados. No obstante, la peculiaridad del fuera de campo reside, precisamente, en una suerte de paradoja: se configura como aquello invisible pero, al mismo tiempo, como aquello inherentemente presente en lo visible. Si la definición de lo visible dirige la mirada del espectador unidireccionalmente (vemos lo que se nos quiere hacer ver), lo invisible desfocaliza esa mirada, la multiplica y la deslocaliza del encuadre. Así, la carga de significado potencial que asume el fuera de campo adquiere una pluralidad de posibles lecturas. Tal y como diría Gadamer, lo invisible multiplica la apertura de horizontes de sentido, convirtiéndose, pues, en una suerte de alternativa de significado. En consecuencia, todo encuadre se concibe como una contradicción en tanto que lo que realmente se muestra es la negación de lo que no se nos muestra y viceversa. Dicho en otros términos, lo visivo lo es en tanto que es una negación de lo invisible y, por otro lado, lo invisible lo es en tanto que se descarta de lo visible. Es por ello que podemos afirmar que toda imagen cinematográfica encarna una contradicción. Dicha antítesis viene reforzada, tal y como se ha mencionado previamente, por la alternativa que representa siempre el fuera de campo respecto al relato visual. Si, efectivamente, el relato es siempre visual, aquello oculto se manifiesta como una suerte de universo paralelo en tanto que es una negación de lo visible, en tanto que representa (o puede representar potencialmente) otra lectura del relato.
Sin duda, uno de los núcleo fundamentales en torno al cual se centra la hermenéutica del lenguaje cinematográfico es, precisamente, el fuera de campo como elemento que disgrega la significación de la imagen. Así pues, el fuera de campo, a pesar de ser un espacio silente, oculto, concentra una potentísima carga de significado que jamás será desvelado, convirtiéndose en el espacio en el que se entierran los sentidos.
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Bibliografía:
- Gómez Tarín, Francisco Javier: Lo Ausente como discurso: La elipsis y el fuera de campo en el texto cinematográfico.